Por Jesús Sánchez Tudela
Desde pequeño me enseñaron a respetar al árbitro. Creo que podría contar con los dedos de la mano las amarillas que me han mostrado. Y llevo jugando desde infantiles. Ya es tiempo. Además, por mi experiencia en la organización de una maratón de fútbol sala he visto de cerca lo que sufren. Tienen que aguantar muchísimo. De hecho, creo que no me atrevería a coger un silbato ni en una pachanga entre amigos. Es de valorar su valentía, máxime si tenemos en cuenta que son tres colegiados “indefensos” ante la presión de 22 futbolistas, dos banquillos y una afición local y en caso de fidelidad y bonanza deportiva, afición visitante.
Desde pequeño me enseñaron a respetar al árbitro. Creo que podría contar con los dedos de la mano las amarillas que me han mostrado. Y llevo jugando desde infantiles. Ya es tiempo. Además, por mi experiencia en la organización de una maratón de fútbol sala he visto de cerca lo que sufren. Tienen que aguantar muchísimo. De hecho, creo que no me atrevería a coger un silbato ni en una pachanga entre amigos. Es de valorar su valentía, máxime si tenemos en cuenta que son tres colegiados “indefensos” ante la presión de 22 futbolistas, dos banquillos y una afición local y en caso de fidelidad y bonanza deportiva, afición visitante.
Sin embargo, semana a semana
palpo en el fútbol provincial una tendencia cuanto menos peligrosa. El árbitro
que quiere ser protagonista. Aquel que por su falta de cintura empieza a
defenderse de la manera más fácil pero a la vez más dañina: abusando de su
poder y autoridad. Mi percepción de un buen árbitro es radicalmente opuesta.
Cuanto más desapercibido pases, cuando menos ruido hagas, mejor
árbitro serás.
Semana a semana, vivo en primera
persona, a veces en primera fila, como lances de juego acaban en amarillas o en expulsiones, como simples comentarios o quejas al aire terminan en discusiones que aumentan las
pulsaciones de los verdaderos protagonistas y, lo peor de todo, en redacciones
de actas que distan mucho de la realidad de lo ocurrido en el terreno de juego.
Entonces, echo
de menos esa cintura que todo árbitro debe tener. No veo una actitud de diálogo al menos con cada capitán, como estipula el reglamento como portavoz de cada contendiente. Sin embargo, lo que observo
es que en esos momentos la mayoría tira de actitud chulesca, altiva, como entes por
encima del bien y del mal, que en los peores casos se convierte hasta en burla
hacia el jugador. Y a partir de ese momento, me pregunto si en esos casos el “indefenso”
es el futbolista. Digo me pregunto
porque yo no tengo la respuesta.
Igual que me pregunto si los colegiados
son conscientes del trabajo semanal de un equipo de fútbol, por muy modesto que
sea. Si conocen los esfuerzos que hace un entrenador para decidir un once, una
convocatoria, un estilo de juego o una jugada de estrategia. Más allá de eso, me
pregunto si se paran a pensar el trabajo que cuesta a una directiva conseguir
los ingresos económicos para pagar cada semana su recibo arbitral que cobran
puntualmente en base a su labor. Todo ello no da derecho a permitir según qué
cosas a los equipos. Eso es evidente. Pero tampoco les da derecho a ellos a
abusar de su autoridad, sabedores de que sus decisiones son prácticamente
intocables al contar con la protección del Comité, que muy pocas veces les discute,
ni mucho menos se plantea quitarles la razón.
Yo, insisto, no tengo las respuestas
a esos interrogantes. De hecho, abro el debate para que el colegiado que esté
dispuesto aporte su visión. Sin acritud. Para sumar. Habrá quién piense que es
la enésima pataleta o excusa ante una derrota. Habrá quién pida más colaboración si cabe por parte de los jugadores. Seguramente sea necesaria. Habrá quién comparta mi
opinión a pies juntillas. Habrá de todo, como en botica, pero creo que si el
colectivo arbitral fuera más cercano, bajara un poco de su púlpito y de vez en cuando reflexionara sobre según qué actitudes mediante un pelín de autocrítica, todos saldríamos ganando.